Truffaut, para
quien no lo conozca, fue un director (y actor) de cine francés. Nació en una
familia casi pobre y era hijo único. Sus padres tenían con él una relación de
indiferencia. Solo, sin dinero, en un barrio cualquiera de Francia, se
refugiaba en los libros y en el cine. En ellos volcaba sus ansias de vivir y
sólo en ellos recogía la realidad que él esperaba de la vida. “El cine ha sido en mi adolescencia una clase
de refugio; por ello le tengo un amor casi religioso”.
Se refugiaba de
unos padres que no le tenían en cuenta. De un ambiente sin esperanzas, de la
soledad de la incomprensión. Y no se refugiaba como quien se esconde. No. Lo
daba todo en ese refugio. “No era raro
que viese la misma película cinco o seis veces en el mismo mes sin ser capaz
luego de contar correctamente el argumento, porque, en un instante preciso, una
música que subía de volumen, una persecución en la noche, el llanto de una
actriz, me emborrachaban, me arrebataban y me arrastraban más allá de la película.”
Siempre contaba
que de pequeño se escapaba para poder ir al cine y sus padres no le dejaban.
Pero, con miedo y los riesgos que conllevaba, todos los días volvía a oscuras y
en silencio a su habitación para que nadie se enterase. Porque al final, para
él, la verdadera vida era esa, las películas que veía, los libros que leía. “Siempre he preferido el reflejo de la vida
a la vida misma. Si he elegido los libros y el cine desde la edad de once o
doce años, está claro que es porque prefiero ver la vida a través de los libros
y del cine.” Pero, aunque parezca lo contrario, todo ese amor no es más que
el reflejo del amor por la vida. Amaba tanto la vida, esperaba tanto de ella,
que lo que encontraba le parecía muy poco. Por ello no se conformaba y
necesitaba las realidades paralelas del cine o la literatura. Las que
observaba, al principio, y las que creó
él mismo más tarde. Con 24 años escasos hizo su primera película, “Los
cuatrocientos golpes”. Palma de oro de Cannes e icono de la nouvelle vague. En
ella un niño se enfrenta a la incomprensión de su familia y del sistema
educativo; no es más que su propia autobiografía. Mejor que lo describa él. “La parte autobiográfica de mis films,
realmente no la puedo declarar, no la puedo señalar, porque no soy totalmente
consciente y porque soy algo hipócrita y me oculto tras estos films, procuro no
hablar en primera persona. El resultado, por tanto, no es claro. ¿Es cierto o
es inventado lo que allí ocurre o le sucede a Jean-Pierre Léaud o a mí? Es lo
mismo. Digamos que hay elementos variados de la vida real”.
Para él, en sus
películas, hay partes equitativas de ficción, realidad y realidad modificada.
Sólo rueda lo que ha vivido, pero en lo que vive incluye imaginación, deseo,
observación y experiencia. “Yo sólo funciono
por sensaciones, por cosas ya comprobadas. Es por esto que mis films están
llenos de recuerdos de juventud”. Tanto se mezclan en él la ficción y la
realidad que, no puede ser de otra manera, su protagonista crece con él. El
niño de “Los cuatrocientos golpes”, Jean Pierre Leaud, será su alter ego en muchas películas
posteriores. Experimentará, por tanto, su infancia, sus amores, su madurez. Es
casi seguro que preferiría ser ese personaje de sus películas a él mismo, por
mucho que se pareciesen, incluso físicamente. “Hace tiempo una mañana de domingo, la televisión emitió en el programa
'La secuencia del espectador' una escena de 'Besos robados' en la que
participaban Jean-Pierre Léaud y Delphine Seyrig. Al día siguiente entré en una
taberna en la que nunca había estado antes, junto a la estación de Saint-Lazare
y me dijo el dueño: "yo le conozco a usted, ayer le vi en la televisión". Es, por supuesto,
evidente que no fue a mí a quien vio en la pequeña pantalla, sino a Léaud
interpretando el personaje de Doinel.”
Volvemos a la idea de la superioridad del arte
frente a la vida. “Existe una
contradicción entre la vida y el espectáculo. La vida va hacia la degradación,
la vejez y la muerte; el espectáculo va hacia lo que yo llamaría exaltación”. Lo que se ve en las películas o se lee en los
libros es mejor, sí; pero no es un rasgo psicótico de evasión o negación de la
realidad. Es todo lo contrario. No es más que un apasionado por la vida, que la
quiere hacer más bella, más justa. Y para eso no tiene que inventar nuevos
mundos o irse a la ciencia ficción. Sólo tiene que observar lo verdaderamente
importante, lo que siente. “Desdeñaba las
películas históricas, las de guerra y los westerns porque resultaba más difícil
identificarse con ellas. Por eliminación no me quedaban más que las policíacas
y las de amor (...) Es comprensible pues, que me sedujera desde el principio la
obra de Alfred Hitchcock, consagrada por entero al miedo, y después la de Jean
Renoir, inclinada hacia la comprensión: "Lo terrible de este mundo es que
todos tienen sus razones" ('La regla del juego').”
“No me
gustan los paisajes, ni las cosas; amo a las gentes, me intereso por las ideas,
los sentimientos. Si se me pregunta cuáles son los lugares que más me gustan en
mi vida diré que es el campo de 'Amanecer' de Murnau o la villa del mismo film,
pero yo no citaría ningún otro lugar que realmente haya visitado, pues no
visito nunca nada.”.
Para él
predomina el sentimiento frente a la racionalidad. En esto, creo, consistiría
la principal diferencia entre la Nouvelle Vague y el Dogma. La Nouvelle Vague,
encabezada por Truffaut, Goddard, Chabrol, Resnais… Eran un grupo de chicos jóvenes,
apasionados por el cine que quieren quitarle toda la fanfarria, sensacionalismo
y mentira del cine americano. Aún así, para ellos era el mejor cine. Pero lo
renuevan. Un aire de frescura, sinceridad, inunda Cahiers du Cinema y el cine
europeo. De pronto se rueda casi cámara en mano, sin excesivas bandas sonoras.
Se encargan de que la historia hable por ella sola. Y siempre es una historia
de personas. Personas que se aman, que sufren, anhelan, hablan, que sienten. El
Goddard de “Pierrot el loco”, por ejemplo, es el más intelectual, frío.
Mientras que Truffaut, el Truffaut de “Jules et Jim”, “La piel dura”, es todo ternura.
Pero ambos ruedan vidas comunes, extraordinarias en su cotidianidad. Y el cúlmen
de su genio conjunto se encuentra en “Al final de la escapada”. Belmondo y
Seberg representan el imaginario ideal de la Nouvelle Vague. Juventud activa,
soñadora, idealista, que no se corta a la hora de sentir, que buscan algo más
allá y que, eso sí, siempre se topan con la realidad. Aunque la realidad sea
negra, esas vidas ejemplares, solamente por su capacidad de amar, se convierten
en héroes por obra y gracia del cine. De nuevo, la superioridad del arte frente
a la vida. Goddard, quizá, sí llegue a evadirse de la realidad en sus películas.
Sus personajes, (qué mejor descripción de lo que estoy diciendo que Pierrot, el
loco) piensan, piensan y piensan. “No sé qué hacer, no sé qué hacer” dice la
protagonista femenina. Ellos no se aburren, no; expresan y piensan en cómo se
aburren, mientras que los personajes de Truffaut sólo son capaces de sentir.
Cuando intentan pensar, la fastidian. Los protagonistas de “Jules et Jim” no
hacen más que sentir. Sienten ante una simple piedra que les evoca algo.
Sienten cuando conocen a una mujer especial. Sienten cuando deciden dejar a un
lado las convenciones sociales por amor. Sólo cuando piensan empieza a ir todo
mal. Otra vez, como en “Al final de la escapada” es el mundo el que te obliga a
pensar, aunque tú no quieras. La sociedad nos impide sentir. Es una ilustración
prolongada en la que, lo que no sea racional, es patológico. Y acaba siendo
así, porque los encargados de definir a las personas son los mismos que
cohíben…
Pero hablemos
ahora del verdadero personaje, Truffaut. Ya hemos comentado que no pasó una
infancia feliz. Pero ¿cómo creció? “Mi
juventud no fue una vida de mártir pero tampoco fue feliz. Y encontré un
inmenso refugio en la literatura y en el cine. Naturalmente he cambiado a lo
largo de mi vida, pero no en lo esencial. Cuando era joven no me gustaban los
adultos, ni la vida social, ni la política. Y ahora sigo sin tener relaciones
con ese tipo de gente que quiere regir las vidas de los demás.”
Concluyendo, la
gente que piensa. ¿Quiénes son los que, prototípicamente, más sienten? Niños y
mujeres. Los verdaderos ídolos de Truffaut. No falta en casi cualquier
biografía suya la frase que supuestamente mejor le define. “El hombre que amaba
a las mujeres”. De hecho, y
significativamente, así se llama uno de sus films. Coleccionaba recuerdos,
detalles, sensaciones de su pasado con sus mujeres. Yo añadiría también con los
niños y el cine. “La piel dura” no es más que un canto de amor a los niños, a su
ternura, sus esperanzas inacabables, su pureza, sinceridad. Y falta una
película para hablar de su tercer amor, el cine: nos encontramos con “La noche
americana”. En un sutil homenaje al cine americano (recordemos que para él es el
mejor), se retrata el rodaje de una película. Ni más ni menos. Pero, no podía
ser de otra forma en él, los personajes aman el cine, desde el último extra al
director. Y, típico también de él, mezcla realidad y ficción. Se le ve a él
mismo rodando tras una cámara. Pensándolo bien falta un amor en Truffat: el
amor. ¿Dónde se encuentra su particular oda a ese sentimiento? En “Jules et
Jim”. Un amor barrido de cualquier resquicio de aprendizaje, de razón. Un amor
sentido y vivido, sin más. Sin cuadrar, sin etiquetar, sin expresar (¿qué falta
hace?). Un amor mayor que la propia vida, por eso la acaba superando… Un amor
parecido, quizá, al que Truffaut demostró por el cine, por la vida. “Me doy cuenta de que estoy alejado de las
evoluciones estéticas, ya que no puedo hacer absolutamente nada que no sienta
profundamente. He tenido la suerte de rodar solamente los proyectos que me
interesaban y de hacerlos libremente. Yo creo que uno está perdido cuando
emprende proyectos que no se le parecen, en todo caso yo lo estaría”. “Yo nunca
me aburro. No puedo aburrirme porque leo periódicos, libros, veo la televisión.
En mi mesa siempre hay un montón de libros. Por consiguiente, no puedo mostrar
gente que se aburre, que no hace nada. Soy muy activo. Soy un activista. El reverso
es que no sé divertirme, no sé tomar vacaciones, no sé estar sin hacer nada, no
puedo pasar un día sin leer, sin escribir. Por tanto, mis personajes son
también así; necesariamente, los personajes se parecen a su autor.”
Sus películas
las siente, es más, sólo hace las que siente. Y sus protagonistas se le
parecen. Él, como Doinel, amaba intensamente a las mujeres y a la vida, es lo
único que les hace excepcionales. “Antoine Doinel no es lo que se llama un
personaje ejemplar, es astuto, tiene encanto y abusa de él, miente mucho y
disimula más, solicita más amor que el que está dispuesto a dar; no es el
hombre en general sino un hombre en particular”. Y ese hombre, en parte, es
él mismo.
¿Cómo murió
Trufaut? Yo, como él, prefiero la ficción a la vida. Por eso me crearé un final
paralelo para contestar a ello. No quiero que muera, esta es mi obra, por
tanto, no morirá (al menos aquí). Para que esté más vivo, haré que hable y él
dirá qué final daremos a esto. “No se
puede poner un final optimista, porque la vida no es optimista; tampoco se
puede poner un final pesimista, porque sería un desastre comercial. Es
necesario un final que incluya los dos. De ahí el final de 'Los cuatrocientos
golpes' y el de casi todas mis películas. Hago finales ambiguos, siempre
pensando un poco en Chaplin. Es su idea de marchar por la carretera y cruzarse
con los policías, es la idea de la libertad amenazada. Creo que es la verdadera
solución.” Entonces, dejaremos ir a François por un camino lleno de mujeres
bellas, inteligentes, con niños suaves y fuertes, con hombres que aman, en el
que, al final, hay una cámara para él.
Silvia Mª Álvarez Merino
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